En memoria de Sandra Peña Villar: el acoso escolar
Hoy escribo desde la tristeza y la indignación. Sandra Peña, una niña de 14 años, decidió acabar con su vida tras meses de acoso escolar. Su familia había pedido ayuda, había presentado informes psicológicos y avisado del sufrimiento que estaba viviendo. Sin embargo, las respuestas fueron lentas y, según denuncian, insuficientes. El resultado ha sido devastador.
Sandra no es una excepción. Es el reflejo de algo que seguimos sin querer mirar: el acoso escolar no es un conflicto entre niños. Es violencia sostenida. Daña, destruye y puede matar.
El bullying nace en entornos donde la diferencia se castiga y la empatía se debilita. Donde el silencio pesa más que la acción. Donde el miedo a destacar o a ser distinto empuja a algunos a atacar para sentirse fuertes. El grupo refuerza al agresor, ríe las burlas, aparta la mirada. Y así, poco a poco, el daño se normaliza.
El acoso no ocurre solo porque alguien quiera hacer daño. Ocurre porque el entorno lo permite.
Las víctimas de acoso suelen ser niños sensibles, callados, con intereses distintos o con una forma de ser que no encaja en los moldes dominantes del grupo. Muchos no tienen un círculo de amigos sólido, lo que los convierte en objetivos fáciles. La soledad los hace visibles y vulnerables. El grupo percibe que pueden ser atacados sin consecuencias. Y lo son.
No tener muchos amigos no es culpa suya. Hay muchas razones: timidez, inseguridad, experiencias de rechazo anteriores, mudanzas, falta de habilidades sociales o simplemente no compartir gustos con los demás. A veces también influye una familia sobreprotectora o un entorno escolar poco integrador.
Ese aislamiento genera un círculo doloroso. El niño se siente diferente, se retrae más, el grupo lo excluye y el acoso se intensifica.
¿Cómo romper el aislamiento? La solución no está en “enseñarles a defenderse”. Está en cambiar la dinámica del entorno.
La escuela debe crear espacios donde todos puedan sentirse parte, donde se fomente la cooperación y no la competencia. Hay que enseñar empatía, respeto y asertividad desde pequeños.
Los adultos debemos observar los detalles: un niño que come solo, que evita los recreos o que baja la mirada no necesita consejos. Necesita presencia, escucha y protección.
Romper el aislamiento implica hacer lugar a la diferencia. Cada vez que un niño invita a otro a sentarse con él, cada vez que un docente interviene ante una burla, algo se repara.
Los acosadores suelen ser niños o adolescentes inseguros, con necesidad de control y poca tolerancia a la frustración. Buscan imponerse para sentirse validados.
Muchos replican modelos aprendidos en casa o viven entornos donde el poder se ejerce mediante la humillación.
Su violencia no es fortaleza. Es miedo disfrazado. Pero ese miedo no puede justificar el daño.
El caso de Sandra Peña muestra algo que, como psicóloga, veo con demasiada frecuencia: el dolor infantil ignorado. Cuando hay denuncias, informes y señales claras, no puede haber demora. Cambiar de aula a los agresores no basta. El protocolo debe activarse de inmediato, con acompañamiento psicológico, seguimiento familiar y protección real. La falta de acción institucional no solo perpetúa el acoso, sino que transmite a la víctima un mensaje devastador: “tu dolor no importa”.
Prevenir el acoso implica educar en empatía y responsabilidad emocional. En casa, con ejemplos reales; en la escuela, con intervenciones concretas; en la sociedad, con coherencia.
Cuando un niño dice “no quiero ir al colegio”, no está pidiendo un día libre. Está expresando miedo. Y si no escuchamos a tiempo, ese miedo puede convertirse en desesperanza.
Sandra no debería haber muerto. Tenía derecho a sentirse protegida, acompañada y comprendida. Su historia nos recuerda que el silencio es cómplice. Que mirar hacia otro lado también hace daño. Que un sistema que no protege a sus niños está profundamente roto.
Por Sandra Peña.
Por cada niño que sufre en silencio.
Que no haya más vidas truncadas por la indiferencia.